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Esa llamada inesperada (III parte)

Me desperté muy temprano a la mañana siguiente. Acostada en mi cama no dejaba de pensar en lo acontecido la noche anterior. Oír la voz de mi madre después de tantos años me había dado un chute de energía que me impedía estar más tiempo dormida. Me levanté dispuesta a prepararme un café bien cargado cuando escuché algo que provenía de la puerta de la entrada. Me pareció oír unos pasos que intentaban hacer el menor ruido posible para pasar desapercibidos, pero sin éxito alguno. Con sigilo fui acercándome a la puerta sin ni siquiera saber claramente con qué intención. Empecé a notar un desagradable escalofrío y unas repentinas gotas de sudor que caían por toda mi espalda, me costaba una barbaridad dar más de dos pasos seguidos, pero todo ello no impidió acatar mi cometido. Abrí la puerta con rapidez para encontrarme con un pasillo vacío y sin ningún vecino a la vista. Empecé a reírme de mí misma por lo asustadiza que había sido cuando al bajar la vista, sintiendo que había algo diferente a mis pies, me encontré con un sobre en donde se hallaba escrito mi nombre. Lo cogí de inmediato y olvidándome por completo de los temores de unos segundos antes, avancé un par de pasos y miré a todos lados con una mayor seguridad, intentando averiguar quién podría haberme dejado aquella misiva. Enseguida me di cuenta de mi torpeza por haberme quedado ahí plantada tanto tiempo y bajé lo más rápido que pude por las escaleras con la esperanza de encontrar al mensajero.

Era un día de lluvia y los paraguas inundaban la calle, lo que dificultaba mi labor de reconocer a alguien. Me fijé expresamente en un taxi al que acaba de entrar una joven de pelo castaño y lacio, con un suéter naranja y guantes rojos. A medida que el taxi empezaba a ponerse en marcha, la chica alzó la vista a mi edificio para segundos después bajarla y cruzarse con mi mirada; ella la mantuvo más de lo que se podría considerar socialmente aceptable, como si me conociera de algo e intentase ayudarme con sus ojos a reconocerla, pero yo estaba segura de que nunca la había visto. No obstante, su manera de escudriñarme no me hizo sentir nada cómoda.

Una vez en mi piso abrí la carta y empecé a leerla algo más tranquila al reconocer la letra de mi tía:

Querida Sara:

Supongo que estaréis todavía algo conmocionados por lo sucedido ayer, por ello he decidido que la mejor manera de superar este inquietante suceso es salir fuera e ir a comer a un sitio especial, os dejo las indicaciones para llegar hasta allí.

Yo ya me he marchado para allá con la intención de que todo esté listo cuando lleguéis.

Como es tan temprano he preferido no despertarte para contártelo.

Un beso.

P.D.: Avisa a tu hermano.

Miré en la parte inferior de aquel papel y ahí estaba escrita la dirección del sitio al que debíamos ir a comer con nuestra tía, conocía el paraje, no estaba cerca del centro. Llamé a Pedro para comentarle el cambio de planes y pedirle que me recogiera en su coche.

—Qué raro —me dije mientras daba vueltas a la carta de tía Anita, como si así pudiera encontrar algo en ella que se me hubiera escapado en su primera lectura, aunque sin saber muy bien el qué.

Mientras esperaba a mi hermano, y ahora que el pasado se removía, no pude evitar recordar a mis padres: a los cuatro juntos en casa, celebrando la navidad o cualquier cumpleaños; cuando todos nos sentábamos con un libro alrededor de la chimenea; cuando Pedro y yo nos graduamos, cuando mamá enfermó… Una familia sin nada por lo que destacar o presumir, pero era tanto el cariño que se profesaba que no pude reprimir las lágrimas durante no sé cuánto tiempo. El inconfundible sonido del claxon del coche de Pedro me sacó de mi ensimismamiento y bajé, limpiándome las lágrimas, para encontrarme con él.

Tras un camino de más de veinte minutos rodeados únicamente de pinos, llegamos a un conjunto de casas adosadas y medio nuevas, que empezaban a ser conocidas por todo Madrid. En realidad se encontraba en medio de la nada y el acceso no era nada fácil, por lo que decidimos dejar el coche aparcado y hacer a pie el último tramo. Al llegar a lo que creíamos que era el punto al que debíamos dirigirnos, nos detuvimos esperando a que tía Anita surgiera de la nada para señalarnos dónde íbamos a comer exactamente, pero el tiempo pasaba y tía Anita seguía sin aparecer. Nos encontrábamos solos Pedro y yo ante aquella inmensidad de bosque. Nuestra conversación iba decayendo a la par que empezaba a aparecer una brizna de temor en nuestros rostros: aquello parecía una verdadera zona fantasma, sin residentes, sin que nadie pasara caminando, aunque fuera solo por error. ¡Nada! Algo no cuadraba en aquel lugar y ambos lo intuíamos.

Al cabo de unos largos minutos vi, a lo lejos, una figura que se acercaba hacia nosotros a paso lento. No era tía Anita y, para mi sorpresa, pude divisar un pelo lacio con un  reconocible suéter naranja y guantes rojos. Cogí a Pedro del brazo en un intento de hacerle entender que aquella joven no me daba buena espina. En un principio, los dos nos quedamos plantados y sin dejar de mirarla, en sobre aviso; pero cuando la chica comenzó a acelerar, dimos sin planearlo unos cuantos pasos cortos hacía atrás. Justo en el momento en el que decidimos darnos la vuelta para echar a correr, dos pares de brazos fuertes nos agarraron, sintiendo un pinchazo muy sutil en el hombro izquierdo. Sin poder mirar a los matones que nos tenían cogidos apareció derrapando el taxi que había visto aquella misma mañana y en apenas dos segundos nos metieron en él tapándonos los ojos y atándonos pies y manos. El coche aceleró con brusquedad y ya no recuerdo nada más.

Cuando me desperté tenía la cabeza apoyada en una mesa de acero, fría y con la sensación de que alguien me observaba. Ese alguien era mi hermano que me llamaba en susurros desde el otro extremo de la mesa. Miré a mi alrededor y solo había oscuridad, encima de nuestras cabezas una triste bombilla desangelada que hacía de lámpara, pero que apenas alumbraba. Justo cuando iba a alargar mi mano para intentar tocar la de Pedro una tos seca nos interrumpió.

—Así que vosotros sois Sara y Pedro, sabía que en algún momento nos conoceríamos.

Se trataba de aquella chica que seguía llevando aquel suéter naranja pero ya sin los guantes puestos, hablaba español con un acento muy marcado. Tras mirarnos a los dos una y otra vez, moviendo la cabeza como si de un partido de tenis se tratara, salió de la habitación oscura en silencio. Antes de que la puerta se cerrara, entró otra figura, también femenina y delgada, de la que solo podía distinguirse su pronunciada nariz y el humo de ¡un puro!

—¿Tía Anita? —dije con cierto escepticismo—. ¿Eres tú?

Mi asombro era tal que no podía apartar la mirada de ella, notaba que a Pedro le ocurría lo mismo, mientras que ella nos daba la espalda apoyando sus delgados brazos en aquella mesa fría.

—Sí, he sido yo la que os ha traído hasta aquí. —Dándose la vuelta sacó un sobre de su bolsillo dejándolo encima de la mesa—. Habéis hecho exactamente lo que os dije en esta nota, sabía que caeríais en la trampa —nos señaló—. Sois igual de inocentes que vuestra madre.

Notaba una sonrisa cínica y de triunfo en sus labios. Busqué la mirada de mi hermano para que me ayudara a comprender de qué iba todo aquello.

—Mi plan salió tal y como lo pensé —continuó con su discurso sin que ninguno de sus sobrinos le interrumpiese—, y ahora estáis aquí encerrados… en unas horas vendrá el jefe y acabaremos con lo que queda de esta familia. —Nos miró al uno y al otro de manera fugaz—. ¿Sabéis? yo siempre supe que vuestra madre seguía viva…

Pedro y yo nos miramos con la boca abierta tras aquella declaración. Tía Anita estaba disfrutando con aquella escena llena de confusión e intriga.

—Yo sabía que teníamos que esperar a que resurgiera de dónde estuviera escondida, una carta o una llamada como la de ayer noche y entonces, ¡solo entonces! nos traería el diamante.

—Pero tía Anita, ¿de qué narices estás hablando? —era Pedro, se le notaba con la voz cansada pero excitado por el momento.

—¡Tú! ¿Tú has hecho que estemos aquí? —dije más sorprendida que asustada.

Me dispuse a levantarme para agarrar a mi tía y cerciorarme de que aquella situación era real, pero tía Anita intuyó mis intenciones y me empujó sin esfuerzo alguno, volviéndome a sentar.

—No os moveréis de aquí hasta que venga Sam. Él, por fin, os quitará de en medio, tal y como hoy he hecho con vuestra madre. —Su tono de voz se apagó en esa última frase, pero enseguida se repuso—. Sois unos necios. Cuando mañana Sam os elimine del mapa, solo quedaré yo en esta familia, y seré yo quien me quede con el diamante.

Con un giro excesivamente teatral se marchó dando un portazo. Me abalancé sobre esta golpeando su duro metal y gritando:

—¡¡¡Tía Anita!!! ¡¡¡Estás loca!!! ¡¡¡Loca!!! —seguí vociferando—: ¡Te arrepentirás de esto!

Di una última patada a la puerta y empecé a llorar desconsoladamente cuando Pedro se me acercó y nos abrazamos asustados por la situación.

—La tía Anita ha matado a mamá hoy,  pero ¿por qué?

—Tía Anita dice algo de un diamante y cree que lo tenía mamá. No entiendo nada, no entiendo que nos quieran quitar de en medio también a nosotros. A no ser que quieran eliminarnos como testigos, y más ahora que sabemos todo lo que ha hecho tía Anita —concluí.

Nos sentamos en el suelo mirando hacia ninguna parte. Aquella habitación era pequeña, oscura e incómoda para pasar tantas horas esperando y más sabiendo que iban a ser las últimas de nuestras vidas. De repente, me puse de pie y divisé el sobre que había traído tía Anita y que parecía haber olvidado encima de la gran mesa de acero. Con cierta lentitud caminé hacia él y cuando lo abrí me encontré con la misma letra que había visto esa mañana en la carta que había recibido en casa, pero con un contenido muy diferente:

Tenéis que huir de aquí.

He cerrado la puerta sin llave. Cuando oigáis un gran estruendo fuera, salid. Cogeréis la segunda puerta a la derecha, yo os estaré esperando.

Vuestra tía que os quiere.

Tras su lectura levanté la cabeza sin saber qué pensar. Pedro también la había leído al colocarse detrás de mí.

—Sabía que tía Anita nunca nos haría algo malo —dijo Pedro agitado y con una pequeña sonrisa en sus labios.

—No me fío.

Al mismo terminar mi comentario, un estrepitoso escándalo se adueñó de aquella silenciosa estancia. Venía del pasillo y al querer ver qué era lo que había sucedido giré la manivela de la puerta y… efectivamente, estaba abierta.

En aquel largo pasillo no había nadie. Era poco luminoso, como lo había sido nuestro zulo, y caminamos muy despacio al principio. Poco a poco nos fuimos acostumbrando a la oscuridad y empezamos a correr hasta que alcanzamos la segunda puerta de la derecha. La abrimos y encontramos un frondoso bosque con la única luz de la luna llena de esa noche. Nuestra tía nos esperaba un poco alejada y metida entre la maleza, intentando encenderse el puro con torpeza. Nos recibió con una amplia sonrisa y nos abrazó más fuerte de lo habitual, como si no hubiera pasado menos de 24 horas desde la última vez que la habíamos visto.

—Chicos, por lo que he oído, creo que vuestro coche está a apenas diez kilómetros de aquí, todo recto. Si pasa algún coche intentad esconderos, id atentos a cualquier ruido.

—¿No vienes con nosotros? —preguntó Pedro preocupado.

—No, he de quedarme aquí para que no sospechen nada y os de tiempo a huir sin problema. Además —añadió para tranquilizarnos—, espero a alguien para poder solucionarlo todo y no quiero que estéis vosotros en medio.

—Tía, ¿sabremos algún día la verdadera historia de todo esto? —pregunté.

—Sí, pero ahora tenéis que iros. ¡Caminad rápido! ¡sin descanso! —Nos dio de nuevo un fuerte abrazo y un beso—. Os quiero.

Echamos a correr frenéticos, hasta que paré y abracé a mi hermano. Aquellas horas habían sido las peores de mi vida, y sabía, por la manera en la que él me apretaba, que para Pedro también.

—¿Te has dado cuenta de que no le ha dado ni una sola calada al puro? Ni en la habitación en la que estábamos encerrados, ni tampoco en el bosque.

Llevábamos solo unos diez minutos andando y me detuve en seco, a pesar de la advertencia de nuestra tía de tener que seguir sin paradas.

—¿Qué insinúas? —quise saber aunque yo ya empezaba a hacer mis propias cavilaciones.

—¿Estamos seguros de que estábamos hablando con nuestra tía?

—Ese abrazo…

—Tía Anita nunca…

‹‹¿¿¡¡Mamá!!??›› dijimos al unísono.

Acabábamos de hablar con nuestra madre. Teníamos que volver, ¡queríamos volver! No nos daba miedo lo que podría pasarnos, solo queríamos estar con ella de nuevo. Empezamos a correr en dirección contraria cuando oímos el primer disparo, luego vendrían dos más.

ESA LLAMADA INESPERADA (II PARTE)

Después de la demanda por saber qué ocurre a continuación, aquí un poco más de este relato:

Siempre me había considerado una persona anodina con una familia discreta, sin nada o poco interesante que contar. Transmitíamos cierto desinterés entre los demás puesto que nunca habíamos alcanzado aquellos logros que la gente de nuestro entorno conseguía con facilidad.

Mi madre había sido una persona que disfrutaba de la vida, le encantaba vivirla y la gozaba.  Sin embargo, de un día para otro fue ingresada en el hospital por una de esas enfermedades raras y contagiosas. Estuvo dos semanas aislada con la única presencia de mi padre en su habitación. Fue tras esas dos semanas cuando Pedro y yo la volvimos a ver, pero ya sin vida y solo pude despedirme con un pequeño beso y un ‹‹te quiero›› que sonó muy bajito en aquella inmensa habitación. Con su fallecimiento conseguimos, por primera vez, despertar a todos los de nuestro alrededor un sentimiento de conmiseración, acentuándose aún más cuando dos años después murió nuestro padre a causa de un cáncer de pulmón. Decían que la pena por haber perdido a su mujer había sido la principal causa de todo, pero creímos más bien que la culpa la tenía el paquete diario de tabaco que fumaba. También fue una muerte rápida y sin apenas tiempo para decirnos adiós.

Tras esos largos años de dolor, Pedro y yo nos convertirnos de nuevo en la familia insustancial que habíamos sido siempre para el resto del ‹‹mundo››. No obstante, algo me decía que, tras la misteriosa llamada que habíamos recibido esa noche, nuestras vidas volverían a dar un giro inesperado.

Mi hermano y yo decidimos entonces quedar para vernos. Era una noche fría de invierno en el Madrid de los noventa. Nos abrigamos lo mejor posible y llegamos por separado a la casa de nuestra tía Anita. Ella era la hermana de mi madre, lo único que nos quedaba de familia ya que mi padre había sido hijo único y tía Anita no había tenido descendencia. Mi tía nunca se había llevado bien con mi madre aunque esta última siempre defendía esa inexplicable animosidad:

—Tía Anita fue la primera en ‹‹echarle el ojo›› a vuestro padre, pero él finalmente se decidió por mí —nos explicaba mamá siempre con un brillo especial en los ojos—. Es algo que mi hermana nunca me ha perdonado, y la entiendo. ¡Yo también la hubiera odiado si me hubiera quitado al hombre del que estaba enamorada!

A pesar de ello, todo aquel rencor que sentía tía Anita por nuestra madre no quitaba para querer a sus sobrinos igual o más que si fuéramos sus propios hijos.

Cuando a las 10 de la noche nos abrió la puerta, nos recibió también la bocanada de ese olor a puro tan característico que acompañaba siempre a nuestra tía. Era una señora que se conservaba bella y altiva, de complexión delgada y facciones angulosas, especialmente la nariz, un rasgo muy característicos de las dos hermanas; sus ojos no habían dejado de ser jóvenes y mostraban su espíritu jovial y vivaracho. Con su puro en la boca nos miró de arriba abajo y al fijarse bien en nuestras caras nos hizo entrar al salón de inmediato.

Entrar a esa casa significaba transportarte a una época anterior. El piso de tres habitaciones había pertenecido con anterioridad a mis abuelos y la decoración había quedado inmutable, seguía siendo la misma desde hacía más de veinte años: muebles oscuros y arrebatados con cosas inservibles, papel de colores serios en las paredes y sillones grandes y cómodos sin ir a juego con el resto de la casa. A su vez, se le habían ido añadiendo elementos más actuales, creando sin querer un amasijo de estilos que prestaba su punto acogedor a aquel hogar.

—¿¡Qué habéis hablado con vuestra madre!? ¡Vaya locura! —Nos decía mientras se acercaba a la ventana del salón —Queridos míos, entenderéis que eso es imposible. —Seguía mirando con desinterés por la ventana cuando con un gesto rápido corrió las cortinas—. Ojalá pudiera ver de nuevo a mi hermana. Aunque fuera solo para pelearme con ella.

Tía Anita era de fuerte carácter y nunca se amedrentaba ante nada, pero algo había visto desde aquel punto del salón que la había dejado sin aliento y con su tez más blanca de lo habitual. Me percaté de la inminente necesidad por sentarse en su sillón con la intención de relajarse y fijó su mirada hacia la pared que tenía en frente. Se creó un extraño silencio en la sala y Pedro y yo nos volvimos para también mirar hacia donde lo hacía ella. Allí estaban aquellos dos cuadros que tanto conocíamos y que habían formado parte de aquel rincón desde que teníamos uso de razón: uno de ellos, era el de una mujer con un recogido antiguo escribiendo en una cafetería. Me gustaba admirarlo, pues me recordaba a tía Anita de joven con ese aire misterioso que siempre la envolvía. Alrededor de aquella chica había varias mesas y sillas de mimbre bajas, era la típica estampa de una cafetería parisina de los años treinta; el cuadro de al lado era un óleo sencillo pero con una excelente mezcla de los colores ocre, marrón y rojizo, propios del triste paisaje otoñal que se mostraba. En lo más alto había un arcoíris muy luminoso que desentonaba con la oscuridad del conjunto. El azul del arco iris era lo que más brillaba, este cambiaba de tonalidad dependiendo del momento del día y era ello lo que lo convertía en mi cuadro favorito.

—¿Y qué os decía? —nos preguntó de pronto tía Anita, despertándonos.

—Creo que a los dos nos ha dicho más o menos lo mismo. —Miré a Pedro buscando su aprobación—. Tras saludarnos con nuestros nombres, nos decía que nos echaba de menos y nos quería, tras ello, un silencio y una respiración pesada antes de colgar —expliqué cogiéndole la mano a mi hermano, buscando en su tacto la tranquilidad que tanto necesitaba para contar aquello y no echar a llorar.

—Hay gente que tiene voces parecidas, podría ser algún error o…

—No, tía Anita, ¡era ella! estoy muy segura —dije desesperada.

—Sí, era ella, no me cabe la menor duda —continuó diciendo Pedro.

Nuestra tía intentaba mantener la calma pero el movimiento constante de sus delgadas piernas enfundadas en unos cómodos vaqueros denotaba que lo que le estábamos contando le había alterado sobremanera. Se puso de nuevo de pie impaciente y dio por finalizada la visita de aquella noche con un ‹‹debéis estar agotados››. Nos invitó a comer al día siguiente a la vez que nos empujaba hacia la puerta descaradamente para, de una manera sutil e inesperada por su parte, echarnos de allí cuanto antes.

Una última mirada al salón desde la entrada me bastó para ver cómo tía Anita corría directa al teléfono cogiendo el auricular con manos temblorosas. Y cerré la puerta.

Esa llamada inesperada

Hace poco más de un año gané un concurso literario con este relato. Os dejo aquí el principio para que abráis el apetito. Tal vez, si gusta tanto como al jurado en aquella ocasión, me anime a añadir el resto de la historia.

Cuando sonó de nuevo yo ya me encontraba de pie junto al teléfono temblándome las manos y con la mente en blanco. Solo habían pasado cinco minutos desde la anterior llamada, de esa llamada inesperada. Mientras observaba el aparato con los ojos como platos, este se paró de golpe, pero al momento volvió a sonar con insistencia. Esa vez sí que descolgué, aún sin saber qué le respondería a ‹‹aquello›› que hubiese al otro lado de la línea. Cuando contestaron noté un alivio infinito en todo mi ser, aunque he de confesar que me sentí también bastante decepcionada al oír la voz de mi hermano:

—¡Sara! ¡He recibido una llamada muy rara! —Se hizo el silencio como contestación—. ¿Sara? ¿¡Sara!?

—… Sí, perdona, Pedro. Yo también… —atiné a decir.

—Entonces… ¿Tú también has oído la voz de mamá?

Mirando a un punto imaginario de la pared y apretando inconscientemente el teléfono contra mi oreja contesté que sí sin pensar, y de nuevo se me pusieron los pelos de punta.

Hacía cinco años que nuestra madre había fallecido.

***

LECTURA CONJUNTA DE UN VERANO EN SAINT-MALO

El año 2020 terminó con una lectura conjunta con un grupo muy especial a través de Instagram. Durante tres semanas del mes de diciembre los dieciséis participantes estuvieron leyendo las aventuras de Clara en Saint-Malo y todos los lunes se estuvieron respondiendo a preguntas sobre la trama y contando anécdotas de mi novela.

En general, el resultado ha sido muy positivo y no descarto volver a hacer alguna más.

UN VERANO EN SAINT-MALO EN LA WEB DE LA BRETAÑA FRANCESA

Para mí es un placer anunciaros que mi novela forma parte de la web española de la Bretaña francesa en donde además de poder conocer y explorar sitios desconocidos de esa zona, también incluyen historias y novelas ambientadas en esa parte del mundo.

Como podéis ver Un verano en Saint-Malo está muy bien acompañado (pincha en la imagen para verlo):


LIBRO VIAJERO

A finales de septiembre se puso fin a este libro viajero que tantas alegrías me ha dado. Recibirlo de vuelta con todas las anotaciones, dibujos y mensajes que me han escrito estas fantásticas viajeras ha sido alucinante y una forma de animarme a continuar escribiendo.

Les pedí que se echaran una foto divertida con el libro y este ha sido el resultado final:

PRESENTACION DE UN VERANO EN SAINT-MALO

El 12 de diciembre del 2019 lo recordaré siempre como un día muy especial. Fue el día del lanzamiento de mi primera novela y desde entonces mi vida se ha ido centrado cada vez más en la literatura.

Desde ese día, han sido dos las presentaciones y varias firmas que me han llevado a diferentes puntos del país y en las que he conocido a lectores agradecidos e ilusionados por conocer la historia de Clara y de su verano en Saint-Malo.

A continuación un reflejo de todo este año de alegrías, a pesar de haber sido un año tan difícil.

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